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El viernes pasado una pareja de amigos unieron sus vidas en el sacramento del matrimonio. Pasadas las cinco de la tarde acudieron como feligreses a la capilla: sueños, anhelos, esperanzas, temores, nervios y unos cuantos testigos de aquel momento.

En la primera banca estaba sentado al que en broma nombramos “soldado caído”: retraído, absorto de miedo y a corazón latiente. A unos asientos estuvimos en fila, cual pelotón, algunos compañeros de Seminario recordando nuestras largas noches hablando sobre los sacramentos y su importancia.

Con cantos de Cristóbal Fones nos pusimos de pie para iniciar  la Eucaristía. Al entonar el Himno del Gloria supimos que se trataba de una Solemnidad, escuchadas las lecturas y el Evangelio tomamos asiento para rumiar la Palabra. Luego pasamos al escrutinio, consentimiento y confirmación:

  • Paul: Vianney, ¿quieres ser mi esposa?
  • Vianney: Sí, quiero
  • Vianney: Paúl, ¿quieres ser mi esposo?
  • Paúl: Sí, quiero

En este momento pude ver como nacía tras cada silencio y tras cada palabra unida a la mirada entre los novios, un nuevo hogar. Así como en el Génesis Dios dice y crea, en este momento de consentimiento mutuo los novios se hacen como co-creadores de una nueva morada.

Hoy dediqué unas letras a este hecho para evidenciar que en medio de un mundo lacerado por la falta de diálogo, comprensión y amor, el joven que busca a Dios y cree en su Palabra es capaz de crear espacios de amor incondicional. El sacerdote culminó la homilía señalando la responsabilidad mayor entre los esposos: ayudarse mutuamente a buscar la santidad, es decir, “llegar al cielo”.

La seguridad material, viajes, experiencias extraordinarias y ricas, incluso los hijos, son parte del camino del matrimonio, pero la tarea inaplazable es la incesante búsqueda de la salvación mutua. De ese amor esponsal procederán como fruto los hijos y la caridad al prójimo.

El sacramento del matrimonio es hoy una antorcha que alumbra en la oscuridad del amor. Esto es más que una idea piadosa, si lo pensamos, ante la huida de la sociedad actual a la responsabilidad en casi todos los estratos de la vida, el comprometerse de esta manera es motivo de esperanza.

Al emanciparse poco a poco de lo religioso como vestido de antaño y pasado de moda, el hombre se empobrece y en cierta medida estropea su diálogo y capacidad de empatía. Mutila en él todo aquello que genere abnegación, rutina, responsabilidad.

La ausencia de feligreses a la Eucaristía dominical tras la reapertura de templos no refleja precisamente el miedo al contagio por la pandemia, sino un signo de un abandono silencioso por parte de los cristianos a su Fe.

¿Estamos viviendo otra era en el aspecto religioso? ¿Acaso pusimos a Dios en cuarentena? ¿La Iglesia permanecerá estática? ¿Habrá algo más que propagandas para volver a los templos?

(Felicidades Paúl y Vianney)