La luna es objeto de las fascinaciones, ensueños y amores más profundos y antiguos del ser humano. Ya la Epopeya del Gilgamesh (3,500 a.C.) la describe como un pesado bloque venido del Cielo; Ovidio, en Metamorfosis (2000 a.C.) dice que Diana, diosa virginal de la caza, representa la luna. La Biblia en el libro del Génesis (750 a.C.) la describe como la pequeña luz celeste que alumbra la noche.
Por la edad media Dante Alighieri en la Divina Comedia (1313) habla de los días del paraíso como bellos plenilunios serenos. Shakespeare con Romeo y Julieta (1599) increpa los peligros de jurar por la luna y Miguel de Cervantes con Don Quijote (1615) convierte a don Alonso Quijano en el caballero de la Blanca Luna.
Edgar Allan Poe, Lord Byron, Mary Shelley, Julio Verne, Federico García Lorca, Jorge Luis Borges, Gabriel García Márquez y Jaime Sabines, por nombrar algunos, han sucumbido ante el “hipnótico y sedante” placer de contemplar la luna.
Divisarla en un desierto como en el que vivimos en esta ciudad fronteriza es un espectáculo privilegiado. Apreciar lo cotidiano de su aparición cíclica y aprender a disfrutarlo es un regalo.
Conocerla desde la astronomía, la literatura, películas y anécdotas es ya contemplar lo que no todos pueden ver. Otra forma de acercarme a ella fue con una conferencia publicada en 1970, por Joseph Ratzinger luego Papa Benedicto XVI, titulada: ¿por qué permanezco en la Iglesia?
Apoyado en San Ambrosio, describe la similitud de la Luna con la Iglesia:
Los Padres, han aplicado el simbolismo de la luna a la Iglesia sobre todo por dos razones: por la relación luna-mujer (madre) y por el hecho de que la luna no tiene luz propia, sino que la recibe del sol sin el cual sería oscuridad completa. La luna resplandece, pero su luz no es suya sino de otro.[1]
Ratzinger describe una verdad evidente, cuando estamos lejos de la luna, podemos contemplar su belleza (lo bueno de la Iglesia) pero cuando estamos cerca vislumbramos sus cráteres (lo no tan bueno de la Iglesia) y ahí se pone en crisis nuestra visión de la misma.
No cambia en esencia la distancia con la que la observemos, sabemos que cuando se ve pequeña es por falta de luz, pero no porque su cuerpo haya disminuido. De igual forma sucede con la Iglesia.
El morbo de situaciones nefastas y antievangélicas como la pedofilia, abusos sexuales, vidas superficiales y avaras dentro de miembros de nuestra iglesia pudieran sentar las bases para abandonarla, verla disminuida.
Pero estas adversidades son solo la parte oscura de la Iglesia que a través de la conversión vuelve a tener el brillo que no le es propio, sino de Dios.
Caer en la paranoia de abandonar el barco antes de que se hunda, es no conocer quien suministra la verdadera Luz. La fe no depende solo de lo brillante e inmaculada que este la Iglesia de Cristo, sino de la confianza del cristiano en aquél que es la fuente de su Luz.
Jaime Sabines dice que la luna “sirve para encontrar a quien se ama”, esa es la búsqueda constante de la Iglesia, salir al encuentro del amado.
[1] RATZINGER, Joseph, Conferencia: ¿Por qué pertenezco a la Iglesia?, Alemania, 1970.