Sala del Consistorio
Viernes, 29 de noviembre de 2019
Queridos hermanos y hermanas, buenos días:
Me alegra encontraros y doy las gracias a vuestro presidente, el cardenal Ladaria, por las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Habéis llegado al final del noveno quinquenio de trabajo, pero sobre todo a un aniversario importante, el quincuagésimo aniversario de la Comisión: cincuenta años de servicio a la Iglesia. Os felicito por este Jubileo, que permite hacer memoria agradecida de vuestra historia.
Como recordaba Benedicto XVI en su mensaje, la Comisión fue inaugurada por san Pablo VI como fruto del Concilio Vaticano II, para crear un nuevo puente entre la teología y el Magisterio. Desde el principio, eminentes teólogos han sido miembros de la misma, contribuyendo eficazmente a este fin. Así lo confirma el voluminoso conjunto de documentos publicados: veintinueve textos, puntos de referencia para la formación y la reflexión teológica. En el último quinquenio habéis elaborado dos textos relevantes. El primero ofrece una clarificación teológica sobre la sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia. Habéis mostrado cómo la práctica de la sinodalidad, tradicional pero siempre renovada, es la puesta en práctica, en la historia del Pueblo de Dios en camino, de la Iglesia como misterio de comunión, a imagen de la comunión trinitaria. Como sabéis, este tema me interesa mucho: la sinodalidad es un estilo, es un caminar juntos, y es lo que el Señor espera de la Iglesia del tercer milenio. Y os agradezco vuestro documento, porque hoy se piensa que hacer sinodalidad es tomarse de la mano y echarse a andar, festejar con los chicos…., o hacer una encuesta de opinión: “¿Qué se piensa del sacerdocio de las mujeres?”. En la mayor parte, es así, ¿no? La sinodalidad es un camino eclesial que tiene un alma que es el Espíritu Santo. Sin el Espíritu Santo no hay sinodalidad. Y habéis hecho un buen trabajo para ayudar en esto. Gracias.
El segundo documento propone un discernimiento sobre las diferentes interpretaciones actuales de la libertad religiosa. Si, por un lado, hay quienes todavía la impiden o se oponen abiertamente a ella, privando al ser humano de un derecho incomparable, por el otro, como habéis subrayado, circula la idea de un Estado “éticamente neutro” que, en una liquidez ambigua, corre también el riesgo de conducir a una injusta marginación de las religiones de la vida civil en detrimento del bien común. Esta es todavía la herencia de la Ilustración en su nueva edición. El respeto sincero de la libertad religiosa, cultivado en un diálogo provechoso entre el Estado y las religiones, y entre las mismas religiones, es más bien una gran contribución al bien de todos y a la paz. Además de estos dos ámbitos, habéis reflexionado sobre la sacramentalidad como estructura constitutiva del encuentro entre Dios y el hombre, subrayando la necesidad de superar las diversas formas de disociación entre fe y vida sacramental.
El trabajo y la forma en que se ha llevado a cabo corresponden a la intención que hace cincuenta años presidió el nacimiento de la Comisión. A propuesta de la primera asamblea del Sínodo de los Obispos, san Pablo VI quiso ampliar la fecunda colaboración entre Magisterio y teólogos que había marcado las reuniones conciliares. También deseaba que la diversidad de culturas y vivencias eclesiales enriqueciera la misión confiada por la Santa Sede a la Congregación para la Doctrina de la Fe. En efecto, como teólogos procedentes de contextos y latitudes diversos, sois mediadores entre la fe y las culturas, y de este modo participáis en la misión esencial de la Iglesia: la evangelización. Tenéis, con respecto al Evangelio, una misión generadora: estáis llamados a sacarlo a la luz. Efectivamente, os ponéis a la escucha de lo que el Espíritu dice hoy a las Iglesias en las diversas culturas para sacar a la luz aspectos siempre nuevos del misterio inagotable de Cristo, en el cual «están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col 2,3). Y luego ayudáis a los primeros pasos del Evangelio: preparáis sus caminos, traduciendo la fe para el hombre de hoy, para que cada uno pueda sentirla más cerca y se sienta abrazado por la Iglesia, tomado de la mano allí donde está, y acompañado para saborear la dulzura del kerigma y su novedad intemporal. La teología está llamada a esto: no es una disquisición catedrática sobre la vida, sino la encarnación de la fe en la vida.
Después de cincuenta años de intenso trabajo aún queda un largo camino por recorrer, pero recorriéndolo la Comisión cumplirá su vocación de ser también un modelo y un estímulo para aquellos ―laicos y clérigos, hombres y mujeres― que quieran dedicarse a la teología. Porque solamente atrae una teología bella, que tenga el aliento del Evangelio y no se contente con ser meramente funcional. Y para hacer una buena teología no hay que olvidar nunca sus dos dimensiones constitutivas. La primera es la vida espiritual: sólo en la oración humilde y constante, en la apertura al Espíritu Santo se puede comprender y traducir el Verbo y hacer la voluntad del Padre. ¡La teología nace y crece de rodillas! La segunda dimensión es la vida eclesial: sentir en la Iglesia y con la Iglesia, según la fórmula de San Alberto Magno: «In dulcedine societatis, quaerere veritatem» (en la dulzura de la fraternidad, buscar la verdad). La teología no se hace individualmente sino en comunidad, al servicio de todos, para difundir el buen sabor del Evangelio a los hermanos y hermanas de nuestro tiempo, siempre con dulzura y respeto.
Y quiero reiterar al final una cosa que ya os he dicho: el teólogo debe ir adelante, debe estudiar lo que va más allá; también debe hacer frente las cosas que no son claras y arriesgarse en la discusión. Esto entre los teólogos. Pero al pueblo de Dios hay que darle el sólido “alimento” de la fe, no alimentar al pueblo de Dios con cuestiones controvertidas. La dimensión del relativismo, por así decirlo, que siempre estará presente en la discusión, debe permanecer entre los teólogos ―es vuestra vocación― pero nunca llevarla al pueblo, porque entonces el pueblo pierde su orientación y pierde la fe. Al pueblo, siempre el alimento sólido que nutre la fe.
Cincuenta años: renuevo mi gratitud por lo que hacéis y por cómo lo hacéis, y os deseo, con la ayuda de la Virgen, Sede de la Sabiduría, que prosigáis con alegría vuestra misión. Os doy mi bendición y os pido que sigáis rezando por mí. Gracias.
Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 29 de noviembre de 2019.