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En ninguna época de la humanidad el hombre ha tenido tanto tiempo libre, aunque muchos se quejen de no tenerlo. Una prueba de ello es todo lo que sociedad nos quiere vender para llenarlo: paquetes vacacionales al por mayor, distracciones de todo tipo como videojuegos, películas en el cine, televisión, series de suspenso en el internet, restaurantes, festivales, el nuevo gimnasio de moda, la multiplicación de los eventos sociales, los centros comerciales y un largo etcétera. Muchos prefieren usar ese tiempo libre metidos en el internet, especialmente en las redes sociales. Hay otros que son los nuevos aventureros del siglo XXI, siempre planeando viajes a algún lugar remoto del planeta y, de preferencia, practicando algún deporte extremo, como cayaking o alpinismo. Otros no se quitan jamás los audífonos y llenan su vida escuchando música por horas enteras a la vez. En lo personal, tengo la impresión de que para un buen sector de la humanidad la clave está en hacer cosas extraordinarias para estar feliz y contento, cosas que no existían en décadas pasadas. Y el lema pareciera ser: “vive intensamente y a toda prisa todo lo que el mundo de hoy te ofrece”.

Y sin embargo, si investigamos un poco, es palpable que ese estilo de vida no produce la verdadera felicidad, esa que hace que un ser humano esté constantemente de buen humor y sereno, tranquilo y fuerte a pesar de las dificultades propias de la vida, y que hace que uno esté convencido de que se está empleando bien nuestra existencia. Ya son muchos los estudios que nos dicen que la ansiedad, el estrés, la tristeza y la depresión están muy extendidos. Siempre, además, aumenta el número de los suicidas y el de los que han intentado el suicidio. Otros estudios frecuentes nos indican que nuestros jóvenes, mientras más se meten en las redes sociales y las nuevas tecnologías, más desdichados son. Y, por otro lado, se descuidan esas cosas, sumamente pequeñas y sencillas que, al menos en mi opinión, ayudarían mucho en un sentido positivo al ser humano. Me refiero a cosas como caminar tranquilamente, no para lograr un buen estado físico, sino por gusto y placer, disfrutando lo que nos ofrezca el día, que a veces es el frío y otras veces el calor, dejando volar nuestros pensamientos al garete. O me refiero a cosas como reír ante un buen chiste o ante las anécdotas de un buen amigo, esas que producen la carcajada natural y espontánea. O a tener una buena conversación, que no deje de lado la inteligencia y la creatividad que toda persona posee. O a saber estar un tiempo prolongado en soledad, en silencio, a gusto y sin desesperaciones, incluso por horas enteras. O la lectura de una buena novela, que nos hace trasladarnos en el tiempo y en el espacio, a un mundo creado por un escritor. O acostumbrarse a levantarse muy temprano, disfrutando una taza de café antes de que la ciudad despierte, madrugando con los pájaros. Todo esto recién mencionado ayudaría mucho para que nuestro nivel de vida aumentara casi “ipso facto”.

Pero voy más allá. Entre las actividades más sencillas que transforman nuestras vidas está nuestra relación con Dios. Y aquí menciono la oración cotidiana, cada día, y varias veces al día, sin complicaciones, haciendo partícipe a Dios de cada uno de nuestros acontecimientos. En esa oración, que simplemente significa platicar con nuestro Señor, se comparten las cosas buenas y no tan buenas que a todos nos suceden, y se pide por nuestros seres queridos y por las necesidades del mundo. Y, por supuesto, el rezo del Rosario, melódica poesía de amor a la Santísima Virgen, modelo de sencillez y simplicidad. O la Misa frecuente, al menos cada domingo. Y, a veces, también hay que sentarse un rato a leer la Sagrada Escritura, confrontándonos en silencio con su Palabra. No sé, pero creo que ninguna de las actividades antes mencionadas cuesta demasiado trabajo. Es sólo cuestión de hacerlas, de tomar la decisión de que formen partes de nuestras vidas. Y no se necesitan constantes viajes de vacaciones, ni conocer todos los restaurantes, ni tener siempre el último aparato que nos ofrezca la tecnología, ni dominar las últimas rutinas de los gimnasios, ni un montón de cosas más, para tener una vida plena, una vida que es una aventura más grande que viajar a la Luna, en una existencia dominada por el amor a Dios y el respeto por todos los hombres. Una vida así es accesible al rico y al pobre, al sano y al enfermo, al joven y al viejo. Estoy convencido que Dios ha creado así el mundo: ha puesto las cosas más grandes, como el amor y la felicidad, en las cosas más sencillas y ordinarias.

¡Que Dios nos conceda nunca ser complicados!