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Es alarmante cómo la sociedad actual parece tener un rechazo a todo lo que sea autoridad. Desde el núcleo de todas las sociedades, la familia, vemos que los padres pierden su autoridad cada día más, convirtiéndose en una especie de títeres de los hijos. Y, si no hay autoridad en la familia, todas las demás estructuras sociales tambalean. El maestro se ve amenazado por la falta de respeto de los alumnos, los ciudadanos desobedecen deliberadamente la autoridad civil, los trabajadores a sus patrones, y los feligreses se rebelan contra sus curas. Ni siquiera el Papa se salva de esta ideología libertina contra la autoridad, y es desobedecido, incluso, por quienes se identifican como católicos. ¿Qué nos está pasando? ¿No podemos dominar nuestro egoísmo, nuestro deseo de hacer lo que nos plazca? Seguimos repitiendo nuestra desobediencia original, la del Edén.

“Las pasiones desordenadas del pueblo rehúsan, hoy más que nunca, todo vínculo de gobierno…” (DIUTURNUM ILLUD, 1).

A la luz natural de la razón, el principio de autoridad es innegable, porque descubrimos que hay leyes que imperan la creación. Todo el universo se rige por ciertas leyes (físicas, químicas, matemáticas, biológicas, etc.) y, especialmente la humanidad, por la ley moral que subyace en su corazón; y, en esa ley natural es que se funda la ley civil, y todo el estado de derecho.

Siendo pues, que la humanidad es social por naturaleza, se hace necesario el principio de autoridad, porque sólo así se puede garantizar el bien común.

Además, la autoridad es voluntad de Dios, quien no sólo escribió la ley natural en nuestros corazones, sino que reveló la ley divina en los diez mandamientos, para que no quede duda alguna.  Ya lo decía San Pablo,

“sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas” (Rm 13,1),

y el Papa León XIII lo enfatiza:

“en lo tocante al origen del poder político, la Iglesia enseña rectamente que el poder viene de Dios” (DIUTURNUM ILLUD, 5).

No debe olvidarse, sin embargo, que, en relación a la humanidad, toda ley civil debe ordenarse hacia la ley natural; y, para todos los que han puesto su fe en la revelación de Dios en Cristo, toda ley civil debe ordenarse a la ley divina. Es menester de la sociedad civil vigilar que su autoridad esté así ordenada, de lo contrario, se vuelve contra sí misma; por eso, el Papa León XIII enseñó que

“una sola causa tienen los hombres para no obedecer: cuando se les exige algo que repugna abiertamente al derecho natural o al derecho divino. Todas las cosas en las que la ley natural o la voluntad de Dios resultan violadas no pueden ser mandadas ni ejecutadas” (DIUTURNUM ILLUD, 11).

Es trabajo, pues, de los mexicanos vigilar y exigir que la autoridad civil sea un marco normativo desarrollado con el fundamento de la ley natural. Es esta la única forma de garantizar la supervivencia y el pleno desarrollo de la persona humana en todas sus dimensiones. Lo contrario, atentaría gravemente contra la dignidad humana y contra el bien común.

Búsquese, pues, la justicia y el derecho en estas elecciones.