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Muchas veces Nuestro Señor Jesucristo nos ha dejado en claro que espera de nosotros que seamos personas inteligentes, reflexivas, e incluso sabias. Frases como “el que tenga oídos, que oiga”; o cuando nos reclama el saber interpretar el clima, sabiendo cuándo va a llover o no, y en cambio, que no sepamos identificar los signos de los tiempos. Además, sabemos que Dios nos habla a través de los acontecimientos, a través de la historia. Y hoy estamos viviendo verdaderamente tiempos históricos. Las nuevas generaciones que vendrán en las próximas décadas seguramente nos preguntarán cómo vivimos esta época de la pandemia del COVID-19. Por ello es válido que nos preguntemos qué es lo quiere decirnos Dios con esta crisis mundial.

PONER EL ASUNTO EN SU JUSTA JERARQUIA DE VALORES

En primer lugar, no hay que exagerar las dimensiones de lo que estamos viviendo. Es muy grave, sí, pero si recordamos la historia, las pandemias y epidemias se han dado frecuentemente a lo largo de los siglos. Por ejemplo, la famosa peste negra de mediados del siglo XIV, acabó con más de la tercera parte de la población de Europa y de Asia en unos cuantos años. O, con la llegada de los europeos a América, a fines del siglo XV, en unas cuantas décadas se acabó con más de la mitad de la población indígena, porque no tenían los anticuerpos necesarios para defenderse de las enfermedades de los conquistadores. O, no hace tanto tiempo, la Influenza Española, hacia 1918 – 1920, que acabó con la vida de millones de personas. Es decir, nuestra crisis actual, es muy pequeña en comparación.
Lo mismo podemos decir si la comparamos con grandes eventos mundiales, como la Primera Guerra Mundial (1914 – 1918), que causó 10 millones de muertos y, por supuesto, la Segunda Guerra Mundial (1939 – 1945), donde hubo 60 millones de muertos. De nuevo lo que estamos viviendo se ve muy pequeño en comparación a estos sucesos ecién mencionados.
Eso sí, por primera vez en la historia, estamos viviendo una crisis de esta magnitud, con enorme cantidad de detalles, gracias a los medios de comunicación modernos. Y por ello, se toman medidas que nunca antes habíamos visto. Por mencionar el ejemplo más dramático para nosotros los católicos: debe ser la primera vez que se cierran los templos en casi toda Europa y Norteamérica. Aquí en México, la última vez que se cerraron las iglesias de un modo comparable, fue en la guerra cristera, cuando se suspendió el culto público en todo el país en 1926.

EL QUE SABE QUE NO SABE, YA SABE MUCHO

Tampoco podemos pretender agotar el mensaje que nos quiere dar Dios con estos hechos históricos, pues seguramente que muchas de sus enseñanzas principales vendrán con el transcurrir de los años, al ir palpando los frutos, buenos o malos, que se van a derivar de todo esto. Sorprendido, de repente me encuentro con escritos o videos de sacerdotes o de católicos laicos, que pretenden descifrar el mensaje de Dios con el coronavirus y hablan de que lo que estamos viviendo es un castigo de Dios o cosas por el estilo. Si me disculpan, eso es pecar de soberbia. Yo no digo que sea o no sea castigo de Dios, pero sí digo que no lo podemos saber con seguridad, entre tantas otras cosas. Por eso, intentando ser humildes, y andando con pies de plomo, me atrevo a discernir algunas cosas que creo que, esas sí, están claras para todos. Solamente tres cosas, por falta de espacio, entre muchas más que podríamos agregar:

ALGUNAS ENSEÑANZAS SEGURAS QUE NOS DEJA ESTA PANDEMIA DEL COVID-19

1.- Es un baño de humildad para nuestra cultura actual. En general, el hombre de hoy ha prescindido de Dios, lo ha hecho a un lado, y ha confiado en sus propias fuerzas, gracias a grandes logros modernos: la tecnología, los viajes al espacio, la producción industrial de alimentos, las computadoras, el internet y un largo etcétera. Pero la crisis actual nos recuerda que seguimos siendo muy frágiles, pues un pequeño virus, inesperado, sorpresivo, ha puesto en jaque a las principales potencias del mundo. El hombre sigue siendo, como lo dice un salmo, sólo una sombra que pasa, hierba que crece en la mañana y en la tarde se seca. Que Dios nos conceda que nunca más se nos vuelva a olvidar lo pequeños que somos en comparación a Dios.

2.- La humanidad está unida, forma una unidad. Hoy se multiplican las fronteras y las divisiones. Allí está el muro de Donald Trump, o la muralla de concreto que divide a israelíes y palestinos, entre otros muchos ejemplos. En las mismas ciudades hay otros muros (aquí en Ciudad Juárez hay muchos fraccionamientos dónde sólo se puede entrar por una garita custodiada por guardias) que nos dividen. Pero el coronavirus, que se originó en China, al otro lado del mundo, no conoce de fronteras o muros, y se ha extendido a todo el globo terráqueo. Y es que todos los humanos, en realidad, estamos unidos. Por eso, por un solo hombre, Adán, que nos representaba como humanidad, entró el pecado para todos. Por eso, por un solo hombre, Jesucristo, que nos representaba a todos, se hizo posible la redención para cualquier ser humano. Que Dios nos conceda reconocer que en cada hombre tenemos a un hermano, porque todos formamos parte de esa unidad que se llama humanidad.

3.- Dice la sabiduría popular: “Nadie sabe lo que tiene, hasta que lo ve perdido”. Uno de los aspectos más dramáticos de esta crisis son las iglesias cerradas. Millones y millones de católicos no han podido comulgar en más de un mes, ni han podido confesarse, ni casarse, ni llevar a sus hijos a bautizarse. Millones y millones de niños y jóvenes han visto suspendidos sus catecismos de primera comunión o de confirmaciones. Seguramente muchos estaban acostumbrados a las iglesias desde pequeño y por eso ya ni les prestaban atención ni acudían a ellas. Dios quiera que esta crisis nos haga recapacitar y que, cuando se reabran los templos, se sepa reconocer la enorme bendición y el cuidado lleno de ternura paternal de nuestro Dios hacia sus hijos, a través de todo lo que se vive y se celebra en las iglesias católicas. Que Dios nos conceda que los templos vuelvan a estar llenos, que los católicos sean asiduos al sacramento de la reconciliación, que haya muchas parejas que contraigan el matrimonio sacramental y que, millones y millones de católicos, consideren la misa dominical, con su Pan de la Palabra y su Pan de la Eucaristía, el momento central de sus vidas.