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Es triste descubrir que, en el ámbito católico, ha surgido una ola de “apologistas” dispuestos a destruir la fe de todos aquellos que no piensan igual, so pretexto de “defender la fe”, contradiciendo el deseo de unidad de Nuestro Señor Jesucristo y de la Iglesia.

«En efecto, en la misma Escritura encontramos la petición vibrante de Jesús al Padre de que sus discípulos sean una sola cosa, para que el mundo crea (cf. Jn 17,21)». (Verbum Domini, 46a)[1]

Esta nueva generación de “defensores”, suele enfocarse en “ganar debates”, para ser reconocidos como “maestros”, y no tanto en buscar la reconciliación de los hermanos separados, sirviéndoles de guías y acompañantes en la peregrinación hacia la plenitud de la fe. Pues, el acompañamiento requiere esfuerzo. O, ¿no es más difícil acompañarlos todos los días en el proceso de estudio y profundización en la fe? Con razón ha dicho el Papa Francisco que la unidad se hace caminando[2].

La apologética, en cambio, es una exposición sistemática acerca de las verdades de la fe católica que son pertinazmente negadas por una comunidad de creyentes en proceso de separación, o ya separados de la Iglesia; no es una competencia sobre quién sabe más. No es un concurso de egos.

Como rama de la Teología, consiste en hacer uso de la razón para demostrar las verdades de la fe. ¡Las verdades de la fe! No las ocurrencias de cada uno. En este sentido, la apologética no es ir a desmentir a los protestantes, antes bien, es demostrar, mediante la razón, la verdad de los fundamentos de la fe católica. Por eso, atinadamente, decía el gran santo y humanista inglés:

«Es más fácil escribir herejías, que responder a ellas» (Santo Tomás Moro).

Ahora bien, es cierto que se puede hacer apologética, por ejemplo, mediante la dialéctica aristotélica, que consiste en confrontar la tesis católica con la antítesis protestante (o viceversa), obteniendo como resultado de esta confrontación argumentativa la síntesis de los elementos en común, -que dan motivo a un diálogo hacia la comunión en la fe-, y la refutación a la tesis de lo que se descubra como falso. Este ejercicio suele ser frío para el común de los mortales, pero apasionante para los amantes de la sabiduría racional[3]. Mientras no se pierda de vista la dignidad de las personas, y se tenga claro que se confrontan los argumentos y no ellas en sí mismas, no tiene porque derivar en contienda irrespetuosa y vulgar; todo debe fluir en un ambiente de paz y diálogo fraterno.

Este tipo de desarrollo intelectual es excelente en el aula de una facultad de teología; por ejemplo, en nuestro amado Instituto Diocesano. Sin embargo, es necesario recordar las palabras del Papa Francisco: «la unidad de los cristianos –estamos convencidos– no será el resultado de refinadas discusiones teóricas, en las que cada uno tratará de convencer al otro del fundamento de las propias opiniones»[4].

Pues bien, la recomendación principal a la que quiero llegar, a una sola voz con el entonces Papa Benedicto XVI, es la necesidad innegable e importantísima de colocar la Sagrada Escritura en el centro de la búsqueda de la unidad. La Biblia es el elemento de comunión más grande que tenemos entre todos los cristianos, pues todos fundamentamos nuestra vida de fe en la Palabra de Dios.

Siendo que la Iglesia tiene su fundamento en Cristo, Palabra de Dios hecha carne, el Papa Benedicto XVI ha querido subrayar la posición central del estudio de la Biblia en el diálogo con los hermanos separados, con vistas hacia la unidad plena. Ha dicho, pues, el Papa, en la Exhortación Apostólica postsinodal Verbum Domini, sobre la Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia:

Escuchar y meditar juntos las Escrituras nos hace vivir una comunión real, aunque todavía no plena; «la escucha común de las Escrituras impulsa por tanto el diálogo de la caridad y hace crecer el de la verdad» (Verbum Domini, 46b).

Por eso, citando al Concilio Vaticano II, el Papa emérito nos recuerda que:

«En el diálogo mismo, las Sagradas Escrituras son un instrumento precioso en la mano poderosa de Dios para lograr la unidad que el Salvador muestra a todos los hombres».

De ahí que, los mismos católicos debemos concentrarnos más en profundizar, estudiar y vivir la Palabra de Dios, que en “ganar” discusiones necias que sólo generan altercados (Cf. 2 Timoteo 2,23)[5], sin olvidar, claro está, que es necesario dialogar honesta y fraternalmente acerca de nuestras diferencias doctrinales:

En este trabajo de estudio y oración, también se han de reconocer con serenidad aquellos aspectos que requieren ser profundizados, y que nos mantienen todavía distantes (Verbum Domini, 46c)

Por otro lado, es muy cierto que a menudo los católicos se enfrentan a los insistentes ataques de algunos evangélicos fundamentalistas. Pero la Apologética no consiste en devolverles mal por mal ni en atacar la fe de ellos; es una defensa, no un ataque. Por eso, la primera carta del apóstol Pedro dice:

Finalmente, vivan todos unidos, tengan un mismo sentir, sean compasivos, fraternales, misericordiosos, humildes; no devuelvan mal por mal ni injuria por injuria, al contrario, bendigan, ya que ustedes mismos han sido llamados a heredar una bendición. Y si padecen por la justicia, dichosos ustedes. No teman ni se inquieten, sino honren a Cristo como Señor de sus corazones. Estén siempre dispuestos a defenderse si alguien les pide explicaciones de su esperanza, pero háganlo con modestia y respeto, con buena conciencia; de modo que los que hablan mal de su buena conducta cristiana queden avergonzados de sus propias palabras. (1 Pedro 3,8-9.14-16)

Y en otro lugar la Escritura dice:

Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros. (Mateo 5,11-12)

Baste, pues, recordar las palabras del apóstol Pablo, para entender que los que gustan de discutir, pelear, contender; son aún niños en la fe. ¿Qué hace un niño? Ruido. Ellos hacen mucho ruido. Pero sólo mediante la lectura asidua de la Sagrada Escritura y la práctica de la caridad, podrán ir madurando en la fe. Y para eso necesitan de nuestra paciencia y nuestro amor:

«hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la plena madurez de Cristo. Para que no seamos ya niños, llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina, a merced de la malicia humana y de la astucia que conduce al error, antes bien, con la sinceridad en el amor, crezcamos en todo hasta aquel que es la cabeza, Cristo» (Efesios 4,13-15)

Una “apologética” que no consiste en caminar juntos hacia la unidad, no es apologética. Por lo tanto, la mejor apologética que podemos hacer es, además de exponer el fundamento de nuestra fe con caridad y sinceridad, ¡vivirla!, vivir nuestra fe, para poder escuchar y meditar juntos las Sagradas Escrituras, hasta que lleguemos, todos, a la unidad de la fe, y podamos proclamar juntos, como hermanos: ¡Abbá!, es decir, ¡Padre!


Referencias

[1] Recuperado de: http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/apost_exhortations/documents/hf_ben-xvi_exh_20100930_verbum-domini.html#_ftnref63

[2] «Jesús, cansado del viaje, no duda en pedir de beber a la mujer samaritana […]. Su ejemplo alienta a buscar una confrontación pacífica con el otro. Para entenderse y crecer en la caridad y en la verdad, es preciso detenerse, acogerse y escucharse. De este modo, se comienza ya a experimentar la unidad. La unidad se hace en el camino, nunca se queda parada. La unidad se hace caminando». (Homilía del Papa Francisco, 25 enero 2015, Vísperas, Solemnidad de la Conversión del Apóstol San Pablo). Recuperado de: https://w2.vatican.va/content/francesco/es/homilies/2015/documents/papa-francesco_20150125_vespri-conversione-san-paolo.html

[3] Si entendiste el cuasi constructo, eres justo de este grupo de filósofos apasionados por el recto pensar :).

[4] Homilía del Papa Francisco, 25 enero 2015, Vísperas, Solemnidad de la Conversión del Apóstol San Pablo.

[5] «Huye de las pasiones juveniles. Vete al alcance de la justicia, de la fe, de la caridad, de la paz, en unión de los que invocan al Señor con corazón puro. Evita las discusiones necias y estúpidas; tú sabes bien que engendran altercados. Y a un siervo del Señor no le conviene altercar, sino ser amable con todos, pronto a enseñar, sufrido, y que corrija con mansedumbre a los adversarios, por si Dios les otorga la conversión que les haga conocer plenamente la verdad» (2 Tim 2,23-25)